29 de abril 2016.
Iba caminando por Augusto Figueroa sintiendo que levitaba. Estaba con Marle y con Oswaldo. Habían pasado muchas cosas los últimos meses, sin exagerar un ápice habían sido una verdadera locura. No sé si fue el barril de Honey Ale que nos acabábamos de empinar o si fue el alivio de ir deshilvanando la vida, pero me sentía ligero. Todo se volvería a complicar y se volvería a simplificar, como siempre.
Pero eso no era lo importante.
Flashback de 1992.
No sé explicar muy bien la emoción de tener una nueva pista de carritos. Lo primero que me viene a la mente es buscar compararlo con otros recuerdos que tuvieron un impacto similar. Aquel año se le equiparan dos: ver a Guns and Roses en vivo con mi papá en el Poliedro de Caracas y tener mi primer Wah Wah (DOD FX-17) – Justo puedes escuchar lo qué es una wah en la canción de Hendrix que deberías tener de fondo. Sin embargo, la emoción que busco con la anécdota trasciende a un hecho puntual, se aproximaría más a algo fluído, contínuo.
Volviendo a la pista, recuerdo la tienda donde la compramos, fue en una casa de una planta en La Castellana (Caracas) que no duró mucho tiempo como tienda de juguetes – fácilmente se pudo tratar de una pop-up store navideña.
Años antes, tuvimos una pista al estilo indie 500 con una decena de carritos para usar, pero se fue desgastando hasta volverse casi inservible, o quizás, la velocidad que teníamos en mente, maximizada por los años y la añoranza infantil, más nunca correspondió con la realidad. Ahí nació nuestra afición familiar.
Dos loops, uno con brinco invertido, un par de buenas rectas, varias curvas, llantas de repuesto, carros aerodinámicos, en fin, tenía todo lo que se podía pedir. Allí pasamos David y yo horas y horas y horas compitiendo, jugando, liberando endorfinas. Todo, con el añadido de que el nombre del producto sigue siendo hoy en día una genialidad: Super Duper Double Looper.
En la medida que crecemos buscamos repetir esas sensaciones de la infancia/adolescencia. Personalmente nunca he logrado volver a replicar lo que me transmitían en aquel momento los videojuegos. La televisión un par de veces más (Breaking Bad y BoJack Horseman). La música se mantiene intacta en el tiempo, con la misma intensidad que hace 30 años. Y bueno, la pista de carritos, disfruto jugar con mis hijos, pero ya es otro cantar.
Sin embargo, la vida constantemente nos presenta la oportunidad de encontrar esa excitación en otros rubros.
Jamás me hubiese imaginado que 24 años después (volvemos al 2016) podía considerar una columna de 7 grifos de cerveza un juguete emocionante. Con su torre de cobre, dispensadores, mangueras, tornillos, válvulas, manómetros, acopladores y sus 7 cervezas pinchadas, es la Super Duper Seventh Looper: versión adultos.
Lo estrenamos Marlene, Oswaldo, Carlos, una persona que no recuerdo quien es, y yo, un viernes por la tarde. En un abrir y cerrar de ojos nos bebimos un barril de Barbar (una honey strong ale con curaçao y cilantro de 8% de alc.), y por un momento, para todos, el mundo se volvió más ligero.
Servir una cerveza sigue siendo igual de mágico hoy que hace 8 años, el enjuague del vaso, la inclinación, la caída de flujo al abrir el dispensador, ver la espuma formarse y asentarse mientras sube el nivel y finalmente apoyar el vaso en la barra con su capa cóncava sobresaliendo. No se me ocurre otra bebida que sea tan placentero servir como la cerveza y, por un instante, todo se traduce en la simplicidad de limpiar la copa, llenarla de la manera más bonita posible y entregarla deseando «Salud», o de beberla y levitar con cada sorbo. Frente al grifo me siento montado en la pista, el copiloto va variando según el día, según la hora, según la birra. Sea quien sea, las voces de ese universo Bee Beer que hemos ido creando siempre aparece y me dice: que acelere y suba el volumen que esto se pone bueno.
¡Salud!